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lunes, 10 de febrero de 2014

Forest mind


No hay muchas personas que hayan visto ese bosque, menos aún en su profundidad.
Desde el exterior luce como una silenciosa y quieta calma de vegetación bien organizada, pero densa, lo suficientemente densa para no ver en su interior desde fuera. Plantas y arbolillos de hojas verdosas, brotes tiernos y una tímida luminosidad. Eso es lo que la mayoría de la gente suele contemplar. La mayoría de la gente que llega a, por algún motivo, a fijarse aunque solo sea de reojo en ese bosque. Y esa mayoría, de por sí, es una minoría.
Luego, personas extrañas, muy pocas, que sienten curiosidad o atracción por qué hay dentro de ese bosque, esa parte invisible, tienen el valor de intentar entrar en él. Algunos lo hacen ingenuamente, otros con intencionalidad. Unos son capaces de entrar dentro, muchos otros se quedar deambulando en esa zona exterior sin que ellos puedan evitarlo.
Los que logran entrar se pueden encontrar un paisaje de lo más chocante en comparación de lo que esperaban encontrar: una gran zona de vegetación basta y desordenada, de colores apagados, un ligero olor a lluvia y un pequeño y tímido murmullo de hojas rozarse agitadas por la brisa. Hay ramas y raíces desordenadas que resultan una molestia, pero sigue siendo una zona bastante transitable, dentro de lo normal, capaz incluso de albergar espacios de vegetación agradable en la que se escucha un murmullo de agua discurrir que no quiere ser un susurro, si no una invitación a ser uno mismo y hablar para ser escuchado, a veces hasta ayudado.
Aquí es donde suele llegar todo el mundo. Resulta casi imposible avanzar más en su interior. Es más, contadas personas con una mano han logrado traspasar de esta zona. Quizá dos o tres a lo sumo.
La siguiente zona del bosque es la más alarmante, caótica y aterradora. De un aspecto que nadie podría llegarse a imaginar antes de entrar en su interior: una masa completamente intraspasable de espinos que se enzarzan entre ellos en una red corrupta, impregnados de ponzoña negra y púrpura y sangre oscura, que realmente resultan una imagen amenazante, pero que en realidad solo dañan al propio bosque, desgastándolo de una manera inimaginable, quebrando el suelo, secándolo, rezumando un aroma espeso, desagradable y aturdidor que provoca náuseas a quien lo respira. Un lugar oscuro en el que se escuchar susurros, susurros aterradores que harían enloquecer hasta a la mente más cuerda del planeta.
Llegados a este punto, ya no hay quien quiera avanzar, ni quién pueda ya... O eso parece. Realmente hay un solo ser, creo, que ha llegado a ser tan temerario, tan desdichado y a la ver afortunado para llegar a lo más hondo de ese bosque.

En su centro, en un diminuto claro rodeado de espinos, crece una pequeña rosa. Una rosa negra. Una rosa a la que le cuesta sobrevivir a menudo, pero que aún así vive. A veces mejor, dejando a sus pétalos abrirse para refrescarse con el rocío, emanando su ligero pero relajante perfume, otras veces peor, cerrada en sí misma suplicando por vivir un día más. Una florecilla que es casi incapaz de sostenerse sin luz, luz de la que carece a causa de esos espinos. que le impiden crecer, de esos susurros que la aterran para que no se desarrolle...

Pero dije que existía un ser que lograra traspasar todo eso. Una pequeña luciérnaga. Una luciérnaga solitaria y perdida que buscaba y que, atraída por el aroma dulce y suave de aquella rosa, acabó encontrándola entre tanta zarza y maleza. 
Y bueno, esa pequeña luciérnaga, a día de hoy, es la que le da algo de vida y luz a esa pequeña rosa negra.