Abrió los ojos lentamente,
despertando a causa de los rayos de sol que se colaban tímidamente a través de
la ventana. Aún somnolienta, estiró su mano sobre la cama hasta alcanzar su
teléfono móvil como cada mañana, en busca rutinaria de aquel mensaje matinal de
él que le aportase los ánimos para superar un nuevo día.
Ningún mensaje, ninguna
notificación.
Claro, ayer había terminado todo.
Ya no habría más mensajes de buenos días, ni llamadas durante horas al
teléfono, ni más “te echo de menos”, ni “pronto estaremos juntos”… Ya no
volvería a sonar su tono de teléfono que la hacía correr hacia él, ni quedarse
hasta tarde pegada a la pantalla del teléfono móvil, ni estar atenta al
teléfono a cada segundo del día.
Un débil “toc, toc” sonó al otro
lado de la puerta. Ella apoyó el teléfono sobre la mesilla de noche de nuevo,
algo reticente, dolida por la pena de no volver a recibir aquel mensaje tan
suyo en el que le deseaba “buenos días, princesa”.
Se reincorporó lentamente, con un
esfuerzo casi inhumano, mientras la puerta de su dormitorio se abría. Con
torpeza, una bandeja con tostadas, leche caliente y una rosa se abrió paso
tembloroso al dormitorio, seguido de la sonrisa del ser más dulce y tierno del
universo:
-Buenos días, princesa –le
susurró él, trayéndole el desayuno a la cama de su nuevo hogar, el hogar que
formaría con él, por fin juntos el resto de sus días.
Sí, todo había terminado. Y un
nuevo principio se antojaba brillante.