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miércoles, 14 de febrero de 2018

Beso

He besado a tantos hombres que apenas puedo llevar la cuenta de ellos. Pero puedo recordar su contacto. Labios árperos de marineros, labios dulces de poetas, besos rudos, besos suaves, besos peludos por la barba que les cubre a algunos. Los de las mujeres sí me resultan difusos por su similitud. Suelen ser suaves y blandos, a veces húmedos, otras molestos y artificiales cuando los ocultan bajo capas de carmín. Los de los niños son especialmente duros. Sus besos son tan puros e inocentes que duele arrancárselos. Pero mi trabajo es así: cruel, desagradable y odioso.
Pero hubo un beso, ese beso que jamás olvidaré y que nunca ningún otro podrá borrar ni superar, aquel beso fue el más doloroso de cuantos he dado. Y todo por romper mi única regla: "no debes sentir, no debes amar".
Los humanos siempre me han resultado fascinantes, pero aquel muchacho me atrajo de manera insuperable desde el momento en que nació. No sé qué era, si sus ojos color miel, su pelo dorado y suave como el hilo de oro, su aura vivaz y pura o su sonrisa lumínica. Entre beso y beso a extraños le vi crecer, aprender y vivir. Cuando comenzó a escribir y cantar me enamoré de su poesía mientras perseguía en la seguridad de la oscuridad y las sombras cada uno de sus movimientos, cada cambio, cada experiencia. Mi trabajo se volvió tedioso y mi único anhelo era acabar mis tareas rápido para poder seguir su día a día un poco más.
Con el paso de cada estación surgieron en mi ser nuevas preguntas: ¿cómo se sentiría el contacto con su piel? ¿sus labios? Me descubrí a mí misma odiando a cada hombre, mujer y niño capaces de sentirlo, tocarlo, besarlo y amarlo. Y, poco a poco, otra pegunta más atroz nació en mi mente, ¿qué iba a hacer yo cuando llegase el momento de besarlo? En mi interior se formó un debate interno entre mi deseo de sentir su boca y el miedo por saber que llegaría el momento en que debería hacerlo.
El paso de los años hizo que aquel temor se intensificase. Con cada nueva cana en su cabello, con cada arruga en su piel tostada por el sol se aproximaba mi miedo cada vez más y más. Y llegó el día que tanto temía. Cuando escuché con su voz áspera por la edad pero tan melódica y armoniosa como lo era en sus años jóvenes la última de sus composiciones comprendí que había llegado la hora. Aquella canción hablaba de mí, de mi llegada, de mi beso, y de su último adiós a la vida. Y lloré mientras posaba mis labios sobre los suyos y robaba su último aliento.
Ese beso, aquel beso dulce como la miel a pesar de las arrugas que cubrían sus labios, fue el beso que más me ha dolido robar. Desde entonces, cada beso me sabe agrio, amargo en comparación a aquel efímero instante que siempre llevaré marcado en mis labios.
Aquel inocente y puro poeta es, y será siempre, el único hombre que consiguió enamorar a la muerte.

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