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domingo, 11 de noviembre de 2012

La dama sin palabras


Este es un pequeño relato en forma de leyenda que escribí hace un tiempo ya. Espero que os guste.

La dama sin palabras

Puerto bahía es un lugar tan tranquilo que hasta la aparición de un viajero es toda una novedad.

Era una tarde corriente como cualquiera. Las gaviotas gritaban reclamando algo de comer. Las mujeres de la aldea arreglaban las redes rotas para los marineros que estaban en el mar. Las olas traían el perfume marino hasta la costa, cantando con su suave voz al romper en la orilla. El viejo George se quejaba de nuevo de que no le permitían salir a faenar. A sus ochenta años todavía se creía joven, y quizá lo fuese de espíritu.
Las puertas del pueblo siempre estaban abiertas, pero nunca nadie esperaba que alguien entrase por ellas. Aunque ese día fue distinto.
El sol brillaba en lo alto. Durante un instante, las gaviotas acallaron su jaleo y las olas de mar parecieron silenciarse. Las puertas no crujieron, ni tampoco lo hizo la arena bajo la presión de sus pies.
Ella era, de por sí, toda una novedad. Su aspecto era totalmente opuesto al de cualquier aldeano. Se trataba de una joven de aspecto frágil y más hermosa de lo que nadie podría imaginar. Su tez era de un blanco níveo, más puro que las nubes. Tenía los ojos de un verde hierba intenso, inundados del brillo de las estrellas, tintineantes. El cabello era, literalmente, hilos de oro. Cada uno parecía centellear con luz propia, más finos que el hilo más delicado de todo el puerto. Los labios eran de un rosado intenso, ligeramente húmedos y trémulamente juntos. Sus pestañas alcanzaban el infinito. Su piel era suave y cuidada, ya perceptible a simple vista. Llevaba puesto un sencillo vestido de seda, un velo casi transparente tapándole la melena, unos zapatitos de tela y un colgante de plata.
No pasó desapercibida para nadie. La joven dama alzó la vista hacia el terraplén que se extendía sobre la aldea, observando con ojos fríos el acantilado y el antiguo roble de hojas azules que allí se alzaba. Su mirada se tornó tristes de repente, melancólica.
La extranjera no pronunció palabra ante las preguntas de los aldeanos. En realidad, no dijo nada de nada. Sin pronunciar ni un solo sonido, logró que la dejasen quedarse en una de las casetas desocupadas del puerto y consiguió que la aceptasen entre las reparadoras de redes.
El tiempo no hizo que perdiera su aspecto frágil. El trabajo, el sol abrasador y la brisa salada no curtieron su delicada piel. Aprendió a manejarse en sus labores, siendo de lo más meticulosa en su trabajo. Sus redes empezaron a ser muy demandadas por lo bien hechas que estaban y lo resistentes que eran. No tardó mucho en ser criticada por el resto de reparadoras, pero nadie podía decir nada malo de ella sin mentir. Era introvertida y vivía con la mayor simpleza posible. Y lo más importante, jamás pronunció ni una palabra.
No puedo estar seguro del tiempo que pasó antes de aquella noche. Aquellos días pasaron como un sueño. Pero recuerdo bien esa puesta de sol. La dama silenciosa se había acercado hasta la playa del puerto, dejando su trabajo, para ver con ojos empapados en lágrimas el sol esconderse en el horizonte. No articuló sonido, ni siquiera dejó escapar un gemido, tan solo dejó que sus lágrimas discurriesen como finas cascadas por sus pálidas mejillas hasta que el sol se escondió del todo por la fina línea del mar. Entonces se secó la cara con un pañuelo tan blanco como el vestido impoluto que llevaba y se giró de camino a la ladera del roble de las hojas azules.
Nadie se enteró de la historia hasta bastante tiempo después, y se convirtió en una leyenda en Puerto bahía que se transmitió de generación en generación.
La dama sin nombre esperó a que oscureciese ante el roble azul, mirándolo con un dolor insoportable en los ojos. La luna llena lo iluminaba todo, tintineante sobre la hierba, la arena, el mar, la joven y las hojas del árbol. Justo a medianoche se alzó sobre el cielo en todo su apogeo, más luminosa de lo que lo había estado jamás. De ella salió una cascada de luz vertical que bañó al árbol, haciéndolo brillar con una luz casi fantasmal.
La figura del árbol se desdibujó lentamente, apareciendo en su lugar un joven vestido de azul y blanco de cabeza a los pies. Era moreno tanto de piel como de cabello, y sus ojos eran del mismo color que las hojas del roble que había desaparecido en la luz.
Los ojos de la dama se envidriaron de nuevo, pero esta vez no llegaron a desbordarse. Ella dio un paso al frente, acercándose con suma delicadeza. Los brazos de él se abrieron para dar paso al cálido abrazo de la joven. Los labios de la chica se despegaron por primera vez para formular una última frase con un tono de voz tan dulce como una cascada de miel.
-Te he estado buscando durante siglos, y ahora que te he encontrado permaneceremos juntos por siempre, mi amor.
El abrazo fue efímero y eterno a la vez. La luz lunar desdibujó sus figuras unidas mientras se apagaba hasta recuperar una luminosidad normal. Ambos desaparecieron. En su lugar reapareció el árbol de hojas azules, esta vez rodeado de una enredadera trepadora de hojas tan verdes e intensas como el color de ojos de la dama sin nombre y sin palabras.

Los habitantes del pueblo todavía hoy cuidan con total amor y cariño el roble azul y la enredadera esmeralda. Son muchos los extranjeros que a menudo se acercan a contemplar aquella maravilla natural, y todos los que se aproximan sienten la dulzura y el amor que desprenden ambos. Cada tarde antes de la luna llena los vecinos llevan conchas y flores a los pies del árbol como un detalle de veneración. 
Algunos dicen que cuando la luna llena brilla en todo su apogeo se puede prácticamente ver la figura de los dos amantes abrazados después de tanto tiempo separados.

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